Si lees estas líneas es porque hoy cumples trece años y porque yo estoy muerto. Las redacto antes de partir a la batalla, casi sin armas, para enfrentarme a un enemigo superior. Ahora eres un niño de once meses —llevo aquí tu foto— pero mi ahora es tu ayer y no nos sirve. Escribo a trompicones. Las balas pasan tan cerca que es probable que ya tengas trece años. Es buen momento, entonces, para que tengamos una charla de hombre a hombre. Me habría gustado hacerlo en persona, pero ya ves: las cosas nunca son como las deseamos. Supongo que el vivir sin tu padre te marcará para siempre. Has visto mis fotos, te han contado algunas historias, quizás te han dicho en qué guerra he muerto, pero no puedes imaginar al hombre que fui. No te preocupes, nadie podría. Además, yo no soy el de las anécdotas felices, ni tampoco soy el hombre que aparece en los retratos que miras. Las personas se conocen de verdad en medio del aburrimiento y traban amistad, si lo hacen, con la rutina de los días. No tendremos —no tuvimos— esa suerte. Entre estas rutinas hay una, que ocurre más o menos a tu edad, en donde el padre debe tener el valor de dar al hijo consejos fundamentales. Voy al grano, porque tengo poco tiempo y menos luz. Es muy probable que hayas comenzado a notar ciertos cambios en tu cuerpo. Tu madre, que es una mujer bondadosa pero poco dada a la conversación, no sabrá explicarte qué ocurre, ni darte consejo para que aquello ocurra de un modo placentero. No la culpes, porque es un tema masculino. Y, si me apuras, sólo de ciertos hombres. En breve tendrás (o quizá ya los tengas) amigos mayores o más espabilados que te explicarán las mejores técnicas para el desahogo automático del cuerpo: dormirse la mano, por ejemplo, o agujerear medio kilo de carne y calentarla hasta los veintinueve grados. Todo esto será válido y al mismo tiempo será falso. No redacto esta carta para enumerar maniobras eficaces ni para revelarte accesorios. El chimpancé también hace lo que haces tú cada noche. Con un poco de suerte, en un laboratorio se le podría enseñar al chimpancé la técnica de dormirse la mano, o la de calentar un trozo de carne, para darse mejor placer. Pero tú tienes algo que el chimpancé no tendrá nunca. Me refiero a una herramienta muy poco valorada por los adolescentes y por los hombres vulgares: la fantasía privada. La fantasía privada, la masculina, la secreta, se construye sobre la base de dos consignas: qué haría yo si, cuando eres joven e inexperto; y qué hubiera pasado si, cuando eres mayor y te arrepientes de las oportunidades perdidas. Con estos mínimos recursos los hombres de bien le ponemos fin al tema de la imaginación, una herramienta que, por lo demás, utilizamos poco. Ahora eres muy joven, pero llegarán tiempos de padecer un largo viaje en avión o tren, de intentar conciliar el sueño en vano, de esperar en una esquina a que llegue alguien que no aparece… Es entonces cuando debes hacer uso del qué haría yo si, y del qué hubiera pasado si. Con la práctica, cualquier tiempo monótono puede convertirse en un tiempo clandestino. Toma papel y lápiz, porque lo que voy a decirte es más valioso que cualquier manualidad que te enseñen, en la escuela o en la calle, tus camaradas mayores. La imaginación privada masculina se desarrolla únicamente en dos contextos: a) bajo el amparo de un hecho inconcluso del pasado (‘qué hubiera ocurrido si me animaba a proponerle un trío a las mellizas Klein la noche que estaban borrachas al lado de la piscina; desarrollar la idea hasta acabar’); o b) en la sospecha de un futuro improbable (‘qué haría yo si la vecina del quinto me viene a pedir azafrán un sábado a las dos de la madrugada, en camisón; explayarse sobre el tema hasta acabar’). No hay más recursos que esos dos; ni en el universo de la fantasía masculina, ni en la literatura erótica en general. Con estas introducciones no te serán necesarias las películas pornográficas, ni las revistas donde aparecen mujeres desnudas, ni los prismáticos en la oscuridad para fisgonear las azoteas. Qué haría yo si… Qué hubiera pasado si… Esas cuatro palabras, y no otras, deberán servirte como contraseña para todas tus noches, desde la noche de hoy y para siempre. Los hombres —mayores o púberes, lo mismo da— tenemos una extraña virtud: sólo sabemos de qué modo actuar cuando ya ha pasado la ocasión propicia o cuando ésta aún no se ha presentado. En el momento preciso, justo allí, no podemos reaccionar; antes y después, lo tenemos más claro que el agua. Pero al menos lo sabemos, con tardanza o con clarividencia, pero lo sabemos; y eso es lo que importa. El chimpancé no lo sabrá nunca; ningún animal de la selva sabe casi nada sobre la frustración. Como te he dicho al principio de esta carta, hijo, las cosas nunca son como las deseamos, y esa verdad es la madre de la imaginación privada. A tu edad, y durante algunos años, tus fantasías nocturnas te llevarán por el camino de la ficción, porque todavía no tendrás memoria de tus fracasos; pero con el tiempo, todos los hombres nos quedamos con una sola fantasía privada. Una sola. Y siempre comienza con la triste música del qué hubiera ocurrido si. Volvemos a reeditar, una y otra vez, la misma escena trunca que nos obsesiona. ¿Qué harías, hijo, si la joven profesora suplente de francés, que te ha encontrado fumando solo en el baño del colegio, en lugar de llevarte de una oreja a dirección te pidiera un cigarro y se quedara allí, contigo? ¿Qué harías si, entre calada y calada, te confesase que se ha separado hace tres meses y que echa de menos el calor de alguien en su cama? Y si enseguida te dijera, por ejemplo, que pareces mayor de lo que eres y después te rozara al descuido una pierna, tú, ¿qué harías? Yo, que soy tu padre y quizás ya estoy muerto, hace algunos años fui un alumno estúpido y tembloroso. La historia con la profesora de francés me ocurrió en la vida real, no en el mundo privado de las sábanas, y entonces me escapé del baño; corrí por el patio del colegio como un cobarde. No supe qué hacer con semejante porción de realidad servida en una bandeja. Huí. Antes de ese día mis noches eran irreales de principio a fin. Utilizaba únicamente el que haría si y con eso me contentaba. Pero desde esa misma tarde, solo en la cama o en la ducha, comencé a descubrir las infinitas variantes que me había ofrecido, sin saberlo, la profesora suplente de francés. Ella había abierto una puerta. El placer ahora me resultaba más doloroso y humillante, pero su hallazgo inauguró un sin fin de mundos paralelos. A veces yo la desnudaba en el baño del mismo colegio, trabando la puerta con el talón de mi zapato. Otras veces iba a su casa la noche siguiente, y ella me había dejado la ventana de su cuarto entreabierta. En ocasiones nos encontrábamos en el gimnasio, y estirábamos unas colchonetas raídas; o nos escondíamos de todos en la oscuridad del salón de actos. A veces, en mi fantasía, la chica que me gustaba nos veía desnudos y se ponía celosa. Otras veces se acercaba a nosotros, se nos unía. Cada noche yo tenía un romance diferente con mi profesora de francés. Un romance que comenzaba, siempre, con la conversación real y la caricia real en la pierna. Esa verdad sin discusión le daba al resto de la utopía un poder deslumbrante. Cuando terminé los estudios seguí fantaseando con ella. Al casarme con tu madre continué viviendo en el mundo solitario de mi profesora de francés. Incluso cuando quiero poner la mente en blanco o pensar en otra cosa, la película comienza y no puedo dejar de verla hasta el final, porque el final nunca es el mismo. Todavía lo hago algunas noches, cuando esta guerra absurda me permite estar solo y a oscuras. Imagino el momento inicial del cigarrillo y la conversación que alguna vez ocurrió en este mundo, y después construyo las diferentes variaciones que pudieron ser y no fueron. Las del otro mundo, las que me completan. Ojalá pienses, durante tus primeras noches de placer solitario, en mi profesora de francés, en esta historia q
ue te he contado. Comienza a imaginar la escena por donde yo la he dejado: cuando ella me mira, fuma despacio y me roza una pierna. Ella era guapa, y tenía algo de tristeza en los ojos. Después puedes continuar la historia por donde tú quieras. Acaba por mí, hasta el último de los días. El desahogo masculino es un amor a destiempo, un romance nocturno que ocurre en épocas paralelas que no se cruzan. Se parece mucho a esta conversación remota, hijo, en la que yo le hablo al hombre que serás, y en la que tú me escuchas cuando ya estoy muerto.