Valladolid. 21:24. Frente a mi ordenador.
Un buen día llegas al trabajo, como siempre, preparándote a pasar el día de la mejor forma posible y soñando con que no haya ningún tipo de emergencia. El día empieza bien, vas a dejar y recoger papeles, y te encuentras con uno que no suele hacerte mucha gracia: te vas a Afganistán.
Puedes elegir 2 caminos: buscar la forma fácil de librarte, con una baja, o tirar por el camino duro, y largarte 4 meses. Yo no sé cuál elegiría, pero hay unos compañeros que eligieron el duro, y no volvieron.
Hicieron lo que debían, querían ayudar a la gente, y un grupo de flipados (por no llamarles algo más malsonante) les quitaron sus ilusiones, sus ganas de hacer algo bueno por los demás, y, sobre todo, sus ganas de volver a casa con los suyos y contar los meses que pasaron allí como una anécdota. Destrozaron familias por el simple hecho de creer que éramos un convoy norteamericano, algo que no lo escusa, porque los soldados estadounidenses también son personas con familia, y con ilusiones.
Lo único que siento ahora es dolor e impotencia, porque por mucho que se diga, yo sé que no voy voluntaria a estas cosas, que aparezco de repente en una lista y ya está. Dolor por estos compañeros, que no pudieron decirle a sus familias y amigos por última vez cuánto los querían. Dolor porque no han podido dar un último beso. Dolor porque sé que cualquier día me tocará a mí estar allí, y no sé si volveré o no. Y la impotencia es algo inevitable, porque contra esos locos no podemos hacer nada más de lo que hacemos. Y eso también duele.
Mis condolencias a toda la gente del entorno de estos dos compañeros, ya fueran familiares, amigos, compañeros o conocidos de comprar el pan. Recordémolos de la mejor forma posible, ya que por ayudar a los demás se quedaron en el camino.
Descansad en paz.
(Siento que este post no esté tan bien escrito como yo quisiera, pero las lágrimas llenan mis ojos y mi corazón)