Domingo 19 de Octubre de 2008. Valladolid. 17:45 hora local. Autobús de la línea 6 dirección Delicias.
Sube una chica (joe, vaya racha que llevo de chicas, prometo hablar también de chicos en alguna ocasión), impresionante, con un vestido negro por la rodilla, escote, y botines anudados. Imposible no mirarla, guapísima, una princesa. Pintalabios muy rojo, pelo negro suelto, y los ojos más tristes que he visto en mucho tiempo.
En ese momento me acuerdo de una poesía que me hicieron memorizar en el cole, Rubén Darío es el autor, y empieza con estos versos:
La princesa está triste,
¿Qué tendrá la princesa?
Los suspiros se escapan por su boca de fresa.
Se ve que la chica se ha tirado un montón de horas acicalándose para la ocasión, eligiendo la ropa y el maquillaje adecuados, buscando los complementos más apropiados para ese modelito, entonces, ¿por qué está tan triste? Sus ojos piden a gritos un piropo, unas palabras bonitas, que alguien le diga: “Estás guapísima mi niña”, pero se ve que nadie lo ha hecho. Una princesa sola en su reino.
Se sienta en el asiento frente al mio, se arropa con el abrigo y se abraza a su pequeño bolso, negro también. Intento con una mirada decirle que arriba ese ánimo, que está guapísima y que no esté triste, pero esos grandes ojos esquivan a todos, mirando por la ventanilla y sin mirar a ningún lado.
Yo ya llegué a mi parada, ella siguió. Sólo espero que alguien le dijera lo que ella anhelaba. Que alguien le confesara que ella es su princesa.